28 diciembre 2012

Especial Ley de Medios/Ley de medios: frente al lenguaje destituyente, la posibilidad de la democracia/ Por Miguel Molina y Vedia


Ley de medios: frente al lenguaje destituyente, la posibilidad de la democracia.


Por Miguel Molina y Vedia *
(especial para La Tecl@ Eñe)


Alumbrado al calor de los lockouts agrarios de 2008, el concepto de “lo destituyente” ha disfrutado desde entonces de una insospechada celebridad, que amenaza con hacer naufragar su eficacia descriptiva. Si la denuncia de lo destituyente acaba por cristalizar esa noción en un sinónimo eufemizado del añejo golpismo, su modulación específica quedará malograda. La incomodidad ante este desplazamiento no niega las ostensibles continuidades entre las antiguas expresiones conservadoras del país y las que hoy acceden, a menudo de forma confusa, a la arena pública. En efecto, lo destituyente contiene potencialmente la promesa de una ominosa venganza antipopular, pero se manifiesta en lo primordial a través de operaciones discursivas (la concepción que sostenemos acerca del vínculo entre lenguaje y política no presupone que esta característica mengüe su grado de incidencia ni mucho menos).
El accionar incesante de la prédica destituyente es el reflejo invertido de un proyecto político como el kirchnerismo, que ha tenido como una de sus principales virtudes la capacidad para motorizar unas prácticas simbólicas tendencialmente opuestas. El placer intelectual por las simetrías, sumado a la utilización del término en algunos discursos de integrantes del Gobierno, ofrece la tentación de catalogar esta orientación como “restituyente”. Esta palabra, si bien describe algunos aspectos importantes del proceso político abierto en 2003, ciñe demasiado la interpretación del período a la restauración de un pasado perdido, o bien a la fatigosa reparación reactiva de las difamaciones destitutivas cotidianas. En cambio, aún con la presunción de que no hemos dado aún con el mote preciso, preferimos pensar la contracara de lo destituyente como “lo habilitante” o “lo autorizante”. El kirchnerismo ha puesto en circulación una lengua que le otorga igualdad de honor  a los deseos y las demandas (y a los sujetos de esos deseos y demandas) que son sistemáticamente denigrados por los medios masivos, los políticos opositores y los manifestantes callejeros “espontáneos” del 13-S y el 8-N. Más aún, esta disposición autorizante alcanza incluso a un conjunto muy diverso de reivindicaciones a las que el propio kirchnerismo, ya sea por sus límites y contradicciones internas, ya sea por presiones ajenas, no ha conseguido aún satisfacer. Esta peculiaridad, que algunos consideran una prueba incontrastable de su hipocresía, resulta en cambio uno de sus mayores legados: ensanchar el campo de lo posible y de lo decible. Lo destituyente es una fuerza que insiste en sabotear esa expansión.

Un ejercicio sugerente respecto de la lengua destituyente es constatar como habla (o como calla) respecto de esas demandas igualitarias autorizadas pero no saldadas por el Gobierno. Puede reconocerse que cierta precaria ambigüedad que Jorge Lanata mantiene, acaso por un dejo de mala conciencia o vaga fidelidad a su pasado, a la hora de desempolvar una agenda temática que corre por izquierda al kirchnerismo, desaparece por completo en los caceroleros que lo erigen como uno de sus paladines. Ese repertorio, que para el nuevo periodista estrella del Grupo Clarín tiene vigencia al menos como recurso argumentativo, ni siquiera en esa clave interesada resulta reconocible para la mayoría de los movilizados del 13 de septiembre y el 8 de noviembre, ya que los únicos destinos aceptables que admiten para ese universo múltiple de aspiraciones populares son la invisibilidad o la extinción.

Los pobres sólo pueden acceder a la pantalla renunciando a cualquier vocación ascendente. Los únicos roles que los contemplan en los programas televisivos hegemónicos confirman los lugares sociales prefijados: ser una otredad violenta y amenazante o una encarnación inequívoca de la desposesión. En ese sentido, “Periodismo para Todos”, constituye un ejemplo emblemático de la discursividad destituyente. Mientras la persistencia de situaciones de miseria e indigencia en la provincia de Formosa es funcionalizada para “desmitificar el relato K”, la contracara de movimientos territoriales en el Noroeste y el Conurbano bonaerense que han conseguido mejorar notablemente las condiciones habitacionales de su área de influencia es presentada como evidencia de corrupción y clientelismo. De esta manera, la supuesta inconsistencia de un Lanata que hace menos de un año despotricaba contra la Ley de Medios preguntándose “¿Quién carajo va a escuchar la radio de los wichis?” y pocos meses después dedicó informes en su envío de canal 13 a denunciar la situación de los pueblos originarios, es tan sólo aparente. En este caso, el poder lo detenta el que tiene la capacidad de construir el relato. Retomando el par conceptual que proponíamos al principio, el que está autorizado a hablar, o dicho de otra manera, el que puede destituir lingüísticamente. La Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual habilita la posibilidad de que sean los propios movimientos sociales los que produzcan y emitan sus representaciones del mundo. Esa mera potencialidad jaquea la potestad, hasta ahora indiscutida, de las emisoras privadas de gestionar la visibilidad de la agitación política popular de acuerdo a sus propios intereses.

La distribución del 33% de las licencias a organizaciones sin fines de lucro, prescripta por la Ley pero aún no implementada, a pesar de no estar interdicta por las medidas cautelares solicitadas por Clarín, constituye un nudo problemático y complejo de la disputa por la democracia comunicacional. En una dirección similar al exabrupto de Lanata acerca de las radios wichis, alrededor de la época de aprobación de la ley en 2009 el entonces diputado de la Coalición Cívica, Fernando Iglesias (destituyente compulsivo si los hay), denunciaba que ese rango del espectro radioeléctrico terminaría deviniendo en la aparición de engendros como “Moyano TV”. Aquel patético intento de humorada adquiere hoy otra significación, habida cuenta del derrotero del líder histórico de Camioneros hacia la oposición. La diatriba de Iglesias, montada sobre el prejuicio antisindical, desconocía el carácter esencialmente inestable de las lealtades políticas. Acaso teniendo a su disposición un canal propio, Hugo Moyano no hubiera necesitado entregarse mansamente a las estrategias del Grupo Clarín para manifestar públicamente sus legítimas divergencias con el Gobierno.

De todas maneras, no nos desvela el ejercicio contrafáctico. Nos anima, en cambio, subrayar esa  condición indomeñable del activismo político y social que podría enriquecer el sistema de comunicación nacional. El protagonismo de la Coalición por una Radiodifusión Democrática es un componente crucial de la legitimidad de la Ley promulgada hace más de tres años. Sin embargo, también es cierto que del movimiento reivindicativo hasta su cristalización en la letra de la ley se produce una traducción no exenta de desplazamientos. Y una segunda migración se opera entre la  vigencia de esa norma escrita y su puesta en práctica. Sin ir más lejos, un primer llamado a concurso para licitar las señales destinadas a organizaciones sin fines de lucro debió ser cancelado  ante los reclamos que numerosos medios comunitarios realizaron por el precio prohibitivo de los pliegos. Aún ante la comprensible incertidumbre acerca de la implementación efectiva de la Ley, el sentido renovado e involuntario que cobra en el presente la afirmación patotera de Iglesias, reafirma el carácter profundamente disruptivo que podría tener incluso una aplicación parcial e interesada de la norma. Casi pueden adivinarse las denuncias acaloradas que sobrevendrán cuándo agrupaciones afines al proyecto kirchnerista accedan a alguna de las nuevas licencias. Sin embargo, tanto por el protagonismo militante de esas corrientes como por su capacidad para concitar adhesiones, no puede negarse que deberían estar reflejadas en la distribución de emisoras. Desde luego que sería deseable, por no decir primordial, que no acapararan el espectro disponible, sino que otras visiones alternativas, ajenas a la pulseada Gobierno-Clarín, enriquecieran la oferta discursiva. De todos modos, nuestra recuperación arqueológica de una frase de un referente opositor, demuestra que las organizaciones políticas, aún las más encuadradas en proyectos partidarios, son esencialmente fugitivas y gelatinosas. Su acceso a la posición de emisores introduciría una lógica de producción de verdades muy diferente a la de la administración pública de medios o las empresas periodísticas privadas. La mayor parte de la oposición parlamentaria reniega de esta potencialidad tanto por su carencia de imaginación estética como por su desprecio de la militancia territorial, en la cual su magro despliegue no se condice con su presencia electoral y mediática. Tanto más ajenas a esas modalidades están las multitudes vociferantes que salieron a las calles en meses pasados. En cierto sentido, su rechazo o su indiferencia respecto de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual es consecuente con su módico universo simbólico.

Las disquisiciones anteriores no invalidan la relevancia de la disputa judicial por la vigencia plena de los artículos 45 y 161 de la Ley. La hegemonía de Clarín es un componente constitutivo de un sistema de medios heredado de la dictadura y profundizado durante el menemismo. Eso no significa que el multimedio sea la fuerza oculta detrás de todas las expresiones reaccionarias de descontento, como sospechan algunos simpatizantes del gobierno, gozosos amantes de las teorías conspirativas. Por el contrario, la ligazón entre los intereses del grupo y el coro destituyente es tan inextricable que puede prescindir de los inconvenientes prácticos del complot. Se trata, en cambio, de una intensa conformación de subjetividades que arrastra más de tres décadas, signadas por sucesivos procesos de disciplinamiento de la población, es decir, de la audiencia. Su influencia no puede minimizarse, hasta el punto de que no quedará ni mucho menos derogada con la deseable vigencia plena de la Ley. Por mencionar una inquietud que recobró resonancia tras la absolución de todos los acusados por la desaparición de Marita Verón, la instauración de los juicios por jurados no podría reparar las miserias de la corporación judicial mientras persista la hegemonía moral de unos medios sensacionalistas y propiciatorios del linchamiento, que regula la percepción social de los casos criminales. 

Aun así, la notoriedad pública que los debates acerca de la cuestión de los medios alcanzaron en el último lustro constituye una cesura irreversible en ese legado dictatorial antes incólume. La capacidad de seguir desbaratando ese entramado en el futuro inmediato es una condición mínima e insoslayable de una posible democracia simbólica, por frágil que sea.

* Docente-Investigador. Facultad de Ciencias Sociales, UBA y Ciclo Inicial, UNAJ.


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